martes, 10 de agosto de 2010

Amantes


Rocé mis labios con el milagro de fuego de los suyos, se me antojaba traspasar su piel y su pulso como un tambor en mis oídos despertaba el deseo enjaulado hace meses en mi sangre densa de ánsia contenida.

Sus manos trazaban mi cintura con la caída de las horas y la madrugada y su brazo se iba tensando con los minutos hasta revolver en mi cuerpo su deseo, reflejo del mío, retratado ahora en una mirada encendida, radioactiva en todas las terminaciones de mi cuerpo.

Ese primer beso, precioso y denso, hizo correr su pulso sobre el mío, sobregirándolo, enloqueciéndolo, me anclé a sus labios con toda la fuerza que me permitió la carne refulgir sobre su cuerpo, blando, cálido, versando adrenalina con cada movimiento que traducía en mi cuerpo entregado a sus caricias.

Caí en la cuenta de como su deseo rodeaba al mío y lo comprimía entre sus manos, no sentí nunca antes danza más perfecta que la de nuestros cuerpos amantes y culpables, apasionándonos en medio del vacío, del vapor que desprendían nuestros movimientos enloquecidos de pasión por el otro.

No me despedí de mi amante hasta probar su dulce licor reverberante y abrasador, lo empujé en mis arterias quebradizas hasta reparar mis heridas solitarias y lo bebí con fervor hasta que el calor me ahogó el cuerpo en la delicia más abrumante.