miércoles, 20 de octubre de 2010

Como en casa

"Me siento como en casa" es de aquellas expresiones que guardo solo para esos momentos verdaderamente cálidos, acogedores, tranquilos y amenos en mi vida. Tengo la suerte de que mi casa sea eso y tantas otras cosas.

Pero no había pensado antes en la expresión como un estado que se diera de modo permanente y sin distinción de lugar. Y ahora siento como si tuviera una casa andante, que en todos sus elementos conforman esa casa de mis pensamientos, bañada en luz solar, amable, cálida, ese espacio que cada uno construye sabiendo que es ahí donde encuentra cariño y cobijo, consuelo y descanso, amor.

La voz que escucho, grave, dulce y serena, es mi anestesia. Se filtra por mis poros y aquieta cada una de mis células, las adormece y me arrulla en el suave terciopelo de su timbre anesteciante.

La risa que oigo, el estrépito agudo e infantil, es mi juego más preciado, y la sonrisa de esos dientes caóticos, si pudieran verla como la veo, me enternece en los huesos y siento arremolinarse en todo mi cuerpo el calor pueril y enérgico que quiere jugar a enredarse con su cuerpo, a rodar, a morderse, a conocerse con la piel como lo hacen los niños.

Las manos que me acarician, me cosquillea la piel al momento en que presiente ese tacto encendido, familiar, que añora y que siente suyo. Sus manos tibias son en la oscuridad la cosa más paciente y bella, mi pequeño trozo de refugio, donde mis defectos, las inseguridades pareciesen desintegrarse en tierra.

Se amarran, se dibujan y se trazan las líneas de sus dedos, y me entrego a su caricia dulce e infinita. Y cuando no está, a mi cuerpo le falta una parte, la falta la mitad de su temperatura.

Y tu boca que es mi sentido, que me atrae como si de ella obtuviera el oxígeno, y me enloquece porque entre nuestros labios corre el amor en licor de fuego. Con cada beso mi cuerpo se vuelve menos denso y voy elevándome, despegándome, con cada beso voy evaporándome.

Y trazo mis manos sobre su rostro, sin tocarlo, y brotan chispas, truena entre mi piel y la suya, se esparce sobre mis manos y sube por mis brazos y quiero que piense lo que pienso, y quiero mandarle un mensaje mientras lo dibujo desde lejos, y pienso que lo amo, que lo amo, que lo amo con todas mis fuerzas, y hago lo imposible porque el amor se vierta entre mis dedos y rocíe su labios y su cuello, y no se detenga hasta envolver todo su cuerpo con mi amor que se muere por entrar en su cuerpo, por entrar en sus ojos, en sus pensamientos.

Dos ojos, ansiosos, tristes unas, con miedo otras, profundos y abismantes siempre.
Me observan como si fuese una suerte, cuando soy un caos, y la suerte no es más que la mía por encontrar una casa, por respirar, por beber, por tocar y por sentir el amor de mi casa, su amor.

Mi casa es dueño de esos ojos, de esas manos, de la risa y de la voz, de esos labios, de mi amor.

Tú eres mi casa, porque no hay nada que me haga sentir más en ella que tú.




Bienvenidos sean los 20. Feliz mes amor mío.
Y si puedo deshacerme en amor para convertirme en tu casa, seré la persona más feliz.
Tenerte en mi vida, a pesar de todo lo demás, me vuelve la dicha misma.
Y amarte como te amo, es el mejor regalo que me han dado nunca.

miércoles, 13 de octubre de 2010

La cinta en el sol

El aparato se extendía sobre el sol, se iba prendiendo en llamas, la niña balanceaba los pies,
daba pequeños pasos sobre la cinta encendida

El pelo se le iba quedando atrás, enrojecido, enmarañado, cortando se iba evaporando en el desierto del sol, los pies se le perdían y las manos seguían su ritmo hacia los lados, el balance.

Bajo la planta de sus pies el sudor tocando el fuego despedía una raíz gigantesca con una flor de un segundo mirando al oriente, el desierto florido del sol, el sudor de sus pies, el cabello se iba quedando atrás y la cinta no terminaba.

Sin punto fijo, la niña se miró los pies y debajo las llamas en lava escurrían por la superficie, los tallos muertos se evaporaban y las gotas de sudor abrían pequeñas grietas en el sol y los girasoles se iban abriendo en sus narices, se iban enroscando en la cinta, la niña saltaba entre las flores, entre las enredaderas y el fuego, más adelante no podía ver la cinta elástica del principio, el paisaje se iba difuminando, se iba perdiendo y el calor le iba cerrando los ojos.

Su cuerpo se iba vaciando de agua, la cabellera encendida se había hecho ceniza, y un montón de raíces iban germinando a su paso, se enrollaban en la cinta, en sus dedos, en sus pies, en sus tobillos, por sus piernas, le ataron la cintura y la niña no pudo seguir avanzando, los girasoles se abrieron alrededor de su cuerpo, en su espalda, sobre su pecho, y siguieron avanzando, envolviéndola, se torno verde, se perdió entre raíces y se enrosco en su cinta florida, la cinta invisible en el sol.

lunes, 11 de octubre de 2010

Destellos en la oscuridad


Tendría que haberlos visto antes en la oscuridad, o mejor hubiese sido no verlos nunca. El par de destellos se deslizaba sin rozar la superficie, parecían flotar de un lado a otro, y en efecto así lo hacía, me rodeaban un par de esferas brillantes, un par de ojos asesinos.

Destello brillante, envenenado, cercándome el camino, amenazándome en el punto preciso en que la luz se torna negra, sin garras, sin fuerza, con la violencia y el hambre contenida solo en esa mirada palpitante. Me tenía petrificado, amordazado, temí que cualquier movimiento despertara el ataque y los destellos se hicieran gigantes, frente a mí se expandieran y me atrapara su muerte.

La figura negra dispersa en los límites de la noche solo me dejaba seguir su vaivén a mi alrededor por la luz, y cada vez que la perdía por mi izquierda o mi derecha, temía que el pequeño reflejo en mis pies fuese la última visión nítida que conservara con la sangre aún corriendo en cada vena.

El color verde brillante que despedían los ojos del felino me incitaron la humildad, cuando intenté mirarlos de frente parecían encajarse en mis entrañas y retorcerlas con arrepentimiento, y todas sus voces, sus sonidos, la mujer que traicioné, la mujer que engañé, la mujer que abandoné, todas ahogándose en las aguas turbias que intoxiqué para ellas, podía ver sus rostros, cada uno en la luz, esperanzados, dolidos, atontados, emocionados, excitados, engañados y muertos, sobre todo muertos, perdiéndose como fantásmas, y cada expresión era una apertura en la piel, un desgarro que emergía desde dentro y se reflejaba en el resplandor verde que ahora también dejaba entrever unos colmillos, blancos y perfectos.

El gruñido que dejó escapar el animal despertó algo que en un principio no supe reconocer, pensé que el miedo me estaba volviendo loco, pero me sentía lúcido y no podía ignorar ese sonido familiar.
Soltó un segundo gruñido, más cercano a un ronroneo, todavía asesino, pero, sensual acaso, cálido, a punto de acariciarme si es que no fuese a despedazarme también y el pulso comenzó a enloquecerse bajo mi piel enferma, bastó un momento y un rostro, que ya había visto antes esa noche volvió a desplegarse ante mí: sus ojos, como cristales verdes, audaces, afilados siempre, sus movimientos sinuosos, sincronizados y claro, su voz tibia sobre mi piel, su ronroneo.

Algo debió pasar conmigo, porque el animal se detuvo.

Y pude verla, una pantera negra, grande y equilibrada, trazando ahora nítido en la oscuridad su contorno y un pelaje más negro que la noche, con un brillo delicado sobre su lomo, irresistible, como cuando la vi por primera vez.

Sus ojos se reconocieron en los míos, los colmillos blancos, sedientos, se enseñaron denuevo en una especie de sonrisa que sacudió mi cuerpo y lo hizo temblar, la imagen de la mujer se fusionaba con la del animal, y lo que despertaba en sus ojos, en todos esos ojos, era venganza, y ahora lo sabía.

Comprendió que las piezas ya se habían ordenado en mi cabeza y pude percibir como olfateaba el sudor, que antes frío y estático, empezaba a deslizarse por mi nuca.

La pantera soltó un gruñido feroz, un grito frenético, una determinación.

Quería correr, quería excusarme como siempre, necesitaba detenerla, tocarla como lo hubiese hecho antes para controlarla, siempre había sido la más peligrosa, la del instinto, la más parecida a un gato deslizándose en la oscuridad cada vez que caía en la tentación y volvía a su lecho para abandonarla al día siguiente.

El animal se encorvó un segundo, desplegó sus labios, y el resplandor verde del principio se extendió frente a mi en un gruñido, el último, un llanto desgarrado que se alzó sobre mi cuerpo que ya no era sino miles de trozos. Envuelto en su resplandor pude ver mi sangre brillando sobre sus colmillos, saciándole la sed, atenuando su dolor, cobrándome la vida.

martes, 5 de octubre de 2010

Y amar el vuelo


Verte a través de miles de oscuridades y recordar esas imágenes anteriores no es nada como sentir tu piel ahora bajo mis dedos, queriendo envolverte en lo que las palabras son insuficientes para hablar, y tenerte ahora es la mañana más soleada en colores y es tener en mis labios un afrodisíaco que sale de tu boca y se dispersa en la mía. La ternura en un solo tacto que son millones de momentos, frutas maduras con caramelo.

El amor que siento me asfixia en caricias como las nubes blancas del alba y me adormece en el océano profundo al que se sumergen nuestros cuerpos, y el amor que siento es la droga más viciosa, el vuelo más alto, el aire más fresco. Tenerte ahora es una reverencia en la tierra húmeda, son tus manos mi lecho más blando y tu sabor el néctar por el que más se angustia mi sed.

Con cada día, más te amo, más me vuelvo loca, más me elevo, más anhelo la paz de tu abrazo y el calor de nuestra unión de lazos enredados, más creo en ti, más confío en tu amor que me levanta y flota conmigo.

Aprender a amarte, los ojos se hablan y en la noche más tranquila, los desgarros, las mordidas, las pasiones, el placer más dulce, la pasión más crujiente de amor encendido, esa música, de risas transportadas, de suspiros y respiros agitados, la sinfonía, todo aquello que nos vuelve a momentos una sola cosa, nos deja ser perfectos a ratos y encuentro en ese trance la paz y el desastre, mi hogar.