lunes, 11 de octubre de 2010

Destellos en la oscuridad


Tendría que haberlos visto antes en la oscuridad, o mejor hubiese sido no verlos nunca. El par de destellos se deslizaba sin rozar la superficie, parecían flotar de un lado a otro, y en efecto así lo hacía, me rodeaban un par de esferas brillantes, un par de ojos asesinos.

Destello brillante, envenenado, cercándome el camino, amenazándome en el punto preciso en que la luz se torna negra, sin garras, sin fuerza, con la violencia y el hambre contenida solo en esa mirada palpitante. Me tenía petrificado, amordazado, temí que cualquier movimiento despertara el ataque y los destellos se hicieran gigantes, frente a mí se expandieran y me atrapara su muerte.

La figura negra dispersa en los límites de la noche solo me dejaba seguir su vaivén a mi alrededor por la luz, y cada vez que la perdía por mi izquierda o mi derecha, temía que el pequeño reflejo en mis pies fuese la última visión nítida que conservara con la sangre aún corriendo en cada vena.

El color verde brillante que despedían los ojos del felino me incitaron la humildad, cuando intenté mirarlos de frente parecían encajarse en mis entrañas y retorcerlas con arrepentimiento, y todas sus voces, sus sonidos, la mujer que traicioné, la mujer que engañé, la mujer que abandoné, todas ahogándose en las aguas turbias que intoxiqué para ellas, podía ver sus rostros, cada uno en la luz, esperanzados, dolidos, atontados, emocionados, excitados, engañados y muertos, sobre todo muertos, perdiéndose como fantásmas, y cada expresión era una apertura en la piel, un desgarro que emergía desde dentro y se reflejaba en el resplandor verde que ahora también dejaba entrever unos colmillos, blancos y perfectos.

El gruñido que dejó escapar el animal despertó algo que en un principio no supe reconocer, pensé que el miedo me estaba volviendo loco, pero me sentía lúcido y no podía ignorar ese sonido familiar.
Soltó un segundo gruñido, más cercano a un ronroneo, todavía asesino, pero, sensual acaso, cálido, a punto de acariciarme si es que no fuese a despedazarme también y el pulso comenzó a enloquecerse bajo mi piel enferma, bastó un momento y un rostro, que ya había visto antes esa noche volvió a desplegarse ante mí: sus ojos, como cristales verdes, audaces, afilados siempre, sus movimientos sinuosos, sincronizados y claro, su voz tibia sobre mi piel, su ronroneo.

Algo debió pasar conmigo, porque el animal se detuvo.

Y pude verla, una pantera negra, grande y equilibrada, trazando ahora nítido en la oscuridad su contorno y un pelaje más negro que la noche, con un brillo delicado sobre su lomo, irresistible, como cuando la vi por primera vez.

Sus ojos se reconocieron en los míos, los colmillos blancos, sedientos, se enseñaron denuevo en una especie de sonrisa que sacudió mi cuerpo y lo hizo temblar, la imagen de la mujer se fusionaba con la del animal, y lo que despertaba en sus ojos, en todos esos ojos, era venganza, y ahora lo sabía.

Comprendió que las piezas ya se habían ordenado en mi cabeza y pude percibir como olfateaba el sudor, que antes frío y estático, empezaba a deslizarse por mi nuca.

La pantera soltó un gruñido feroz, un grito frenético, una determinación.

Quería correr, quería excusarme como siempre, necesitaba detenerla, tocarla como lo hubiese hecho antes para controlarla, siempre había sido la más peligrosa, la del instinto, la más parecida a un gato deslizándose en la oscuridad cada vez que caía en la tentación y volvía a su lecho para abandonarla al día siguiente.

El animal se encorvó un segundo, desplegó sus labios, y el resplandor verde del principio se extendió frente a mi en un gruñido, el último, un llanto desgarrado que se alzó sobre mi cuerpo que ya no era sino miles de trozos. Envuelto en su resplandor pude ver mi sangre brillando sobre sus colmillos, saciándole la sed, atenuando su dolor, cobrándome la vida.

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