No hay otro lugar tan solitario para mí como la ciudad. Será porque está tan llena y colmada que esta ciudad, cuenca de multitud, me incita una ansiedad tremenda. El cielo me parece escaso, el espacio un laberinto de recovecos, y ese dibujo se repite en mi sueño noche tras noche aquí en la ciudad.
El rumor de esta tierra aplastada no alcanza a cobijarme y esta habitación urbana a menudo se vuelve un escondite demasiado estrecho para mi congoja, mi placer, mi delirio, y por qué no: mi cuerpo.
Mi cuerpo y la ciudad se han enemistado. No sé en qué momento ocurrió o se dio por ocurrir. Aunque siempre he gozado de deambular por sus calles y barrios, no hay otro suelo que mis pies resientan tanto al poco andar. Maldito concreto que burbujeas ardiente la planta de mis pies, adormecida por tu calzado.
Y el calzado, tacones tacones tacones, a menudo me siento a observar las taconeras trabajadoras tronar sus tacones contra el cemento, y estoy segura de ver el rebote sólido atravesar como un golpe seco por cada vértebra de cada columna.
Ouch. -¿cómo es posible?-
Y sí, quizás sea un fetichismo urbano más, o un falso aire de arrogancia sobre ¿pies?
Quizás esta ciudad me ha embrutecido tanto como a sus suelos. Pero siento la planta de mis pies endurecida por las caminatas descalza, y no puedo evitar sonreír, como si una pequeña victoria se alzara para mí y para mis pies.
Pequeñas victorias contra el fracaso de nacer aquí. Tan humana y tan urbana.